viernes, 15 de enero de 2016

…Hasta que me tocó a mí

Los esperaba en motor y vinieron a pie. Sabía que me tocaría, dicen que a cada dominicano nos tocará aunque sea una vez. Por eso siempre estaba pendiente al ruido del motor y esperando que me pasara. Y me sorprendieron. Llegaron corriendo, como llega cualquier amigo a darte una sorpresa y abrazarte por fin de año. Pero no, no hubo ni felicitaciones, ni abrazo. Hubo una botella en el aire. No te da tiempo a esquivarla, cristales saltando, golpe en tu cabeza.

Hubo defensa, empujones, insultos de ambas partes y luego el cuchillo.
Sientes el filo en tu barriga y las ganas de pelear se te quitan. Cuando ves la hoja ensangrentada y oxidada piensas que te tocó y que siempre dijiste que cuando te tocara te ibas a calmar y entregarles todo menos la vida.
Y te tranquilizas.

Les ruegas que se calmen y a cada pregunta y amenaza de –“¡Quieres que te mate? “¡Dame el teléfono y pásame la cartera”!–, le contestas con un– “Por favor, no me mate. Mira, cógelo todo, pero estate tranquilo” –. Tranquilo de qué, si tenemos el corazón a mil, por el miedo, yo, y por la cocaína o el crac, ellos.

Piensas en los hijos y en tu hija, en la última vez que los viste y lo último que le dijiste. En las especulaciones de los medios: Que si eras buena persona o que si fue un crimen pasional o si eran reincidentes ellos. De lo último que compartiste en Facebook. De qué juez lo había soltado y cuánto le pagaron.

Piensas en todo eso, mientras ellos te zarandean. Escuchas su voz pidiendo hasta lo que no tienes. Un empujón, un manotazo. Y tú ruegas en silencio que no te maten.

Los ves corriendo, y piensas que los esperabas en una moto. Ves como aún les queda tiempo para amenazarte mientras se escapan y tú adolorido en el suelo. No sabes si desearles la muerte porque por poco te matan o alegrarte porque no te mataron.

Te levantas viéndolos a la distancia, a sabiendas que no regresaran porque la gente se amontona a tu lado. Se te daña la vida. Vienen más miedos, si cabe. Golpeas el suelo, corres hasta la esquina que doblaron para rogarles que te devuelvan lo robado.

Le das una patada al zafacón de basura y sabes que será un dolor más que sumará a la impotencia, a la rabia, al miedo, a la vergüenza, al deseo de devolver con la misma moneda.

“Quitarlos del medio” para que otros no sientan ese temor. Para que no vuelvan a insultar, para que no vuelvan a romper una botella en la cabeza de nadie, para que ese cuchillo no vuelva a asustar.

Te descubres deseándolos muertos. Piensa que eres de los que no crees en la muerte para solucionar problemas y criticas los intercambios de disparos. Luego te descubres no sintiendo remordimiento por esos deseos y vuelves a desear que no vuelvan a asustar a nadie como lo hicieron contigo. Vuelves a rogar que no te maten ya sin darte cuenta.

Entonces quieres pensar que las instituciones funcionan. Y llegas al destacamento. Adolorido saludas a un policía de mano callosa de golpear gente.  Le cuentas que te han atracado, que te tocó, que no vinieron en motor ni usaron pistola. Los describes y, claro está, los agentes los conocen. Entonces vienen las burlas: “¡Te dejaste atracar con una botella y un cuchillo? ¿Y a pie?”.
Y quieres más muerte.

Deseas que atraquen al hijo del jefe de policía o de algún senador o funcionario. Que le rompan una botella en la cabeza, que le pongan un cuchillo en la barriga y lo golpeen en medio de la calle. Y casi te ves rogando que sí, que los maten, para ver si hacen algo, para ver si paran esta violencia. Te da miedo de ti. Te das cuenta que te estás pareciendo a ellos, que ya casi te pareces a esto.

Apretando sus manos callosas de torturar sientes asco de ti mismo y te dan deseos de irte. Deseos de correr. Volver al frío. A donde solo eres un número y nada ni nadie es tuyo.
Y piensas por qué y para qué quedarte aquí. Si la vida puede valer menos que un móvil de unos tres mil pesos, si las autoridades no van a hacer nada porque no los atracan a ellos.
Porque no les importamos.

Qué importa un muerto más en atraco. A ellos solo les importa sus puestos. Sus malditos privilegios. A ellos no les importa ni tres pepinos, que en una esquina alguien te mate por un celular para seguir drogándose o bebiendo.

Sólo quieren nuestros votos para seguir cogiendo, comprándolos con cajitas y quinientos pesos, mientras nos hundimos en la miseria y te matan por un teléfono, por un roce, por un parqueo… y ellos solo quieren seguir ahí, “subidos en el palo”.

El policía termina de burlarse, te toma declaración, te da un papel para que puedas comprar otro teléfono. Lo ves riéndose. No sabes si porque no te mataron, te cagaste de miedo o porque ya saben que tienen tres mil pesos más en mano de un carajito que salió a robar y a matar para seguir drogándose.

Entonces llegas a tu casa y al quitarte la camisa y ver vidrios aun encima de ti, vuelves a suplicar. Vuelves a sentirte golpeado, impotente, enrabietado, atemorizado, porque ya no solo tendrás que estar pendiente del ruido del motor, también de los pasos de la gente.

Fuente: El Dia

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